Maldeniña, de Lorena Salazar Masso (Tránsito) | por Gema Monlleó

Lorena Salazar Masso | Maldeniña

“Todo lo que mires volverá de la herrumbre para sostener tus pasos”
VIII; Lucía Estrada 

“Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco-seis, tiene maldeniña, siete-ocho-nueve, tiene maldeniña…” Hija Cristina cuenta cada mañana todas las casas del pueblo porque teme que desaparezcan. Hija Cristina tiene un sueño recurrente en el que alguien las arranca y las esconde. Hija Cristina vuelve a contarlas. Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco-seis, tiene maldeniña, siete-ocho… ¿A quién le dice Hija Cristina que tiene maldeniña? A Isa, la niña hija de Papá, el dueño del hotel del pueblo. Isa barre la entrada del Hotel, Vargas, el cantinero, barre la entrada de la cantina, y Hija Cristina cuenta las casas. Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco… Isa y su maldeniña, Isa y lo que ella llama su duende en la tripa, Isa y el dolor-dolor. Isa, maldeniña. Un-dos-tres… 

Maldeniña es la nueva novela de Lorena Salazar Masso (Medellín, 1991) de quien leí con tanto placer como tristeza Esta herida llena de peces. Si en aquella novela el protagonista era un niño negro que viajaba con su madre-no-madre (sic) blanca en canoa por el río Atrato, aquí la protagonista es Isa, una niña sin madre que vive con Papá en el Hotel de un pueblo sin nombre, un pueblo de paso (“un lugar que nadie fundó”) atravesado por una carretera por la que circulan camiones como ballenas con la boca abierta, engullendo sol, polvo y todos los silencios que cuelgan tendidos en el aire. Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco… 

El Hotel fue una casa de la muerte. Allí vivía una familia que acogía y cobijaba peregrinos hasta que alguien “los mandó a dormir”. Como recuerdo, sólo una foto de un niño montando en bicicleta y un abuelo agarrándole el sillín. Otro niño sin (en la foto) madre. Papá compró la casa. Papá la convirtió en Hotel. Y Isa guarda la fotografía entre los recortes de revistas que decoran su cuarto de baño. A Isa le gusta estar en el baño, encerrarse a oscuras y sin ropa para no sentir “el hueco que le ha empezado a crecer en la barriga” y soñar que es “una pájara o una nube o el agua misma que se evapora”, lavar la ropa interior en la pica y recostarse con un cojín junto a la puerta y dormir. A Isa le gustan las estancias a su medida y el lado de la cama en el que duerme con Papá cuando Papá está (“vistos desde arriba parecen una mariposa que tiene un ala madura y otra pequeña que ha crecido a destiempo”) y desde el que ve Rothkos por el ventanuco: “un cuadro diferente a cada hora: a veces azul, a veces rosa-naranja, y a la noche, negrísimo negro”. Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco… 

Isa, niña sin madre (“la madre, la mujer pegada al otro lado del cordón o la que esperaba al otro lado del deseo, está muerta”) pero con Papá (“ni la mira. Ignora a Isa, a esa hija suya”), niña sin madre pero con amigas “malqueridas” (“hablan del sabor a cartón de la comida de la calle, de cuánto les gustaría tener una habitación con balcón…”), niña sin madre pero con tía José (la hermana de Papá que quiere acogerla en su casa porque Papá cada vez falta más en el Hotel: “come miniña (…) no le gusta que le diga “miniña”, como si hubiera comprado ese “mi” en una tienda de regalos”), niña sin madre pero con Bere (la que trabaja en la cocina del Hotel, la que la cuidaba cuando era pequeña-más-pequeña-que-ahora), niña sin madre pero con… “Pollo, puré de papa, sopa de fideos o lentejas, todo le sabe igual, a niña sola”. Isa, niña sola (“el abandono es una presencia eterna y borrosa, una mano gruesa y pesada sobre el hombro, una mano que respira por sí misma para hacerse notar”), tan sola como la soledad grande de las canciones de Chavela Vargas y José Alfredo que se cuelan en sus oídos desde la ventana de la cantina de Vargas: “Adiós, mujer consentida / se despide tu rebelde / a ti te debo en la vida / estar sentenciado a muerte”. Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco… 

En el pueblo sin nombre hay una escuela con una maestra que dice que Isa no se lava y huele mal (“ignorar el olor es casi como ignorar que la niña está viva”). En el pueblo sin nombre hay una escuela a la que Isa ya no va porque tiene trabajo “cazando luciérnagas”. En el pueblo sin nombre hay una escuela, pero Isa prefiere inventar historias para los muebles del Hotel, como ese sofá sobre el que nacieron ocho gatitos o en el que durmieron siete locos (¿los de Arlt?). En el pueblo sin nombre hay una escuela, pero Isa planta coles en la era, aprende a hacer ají o a montar canaletas. En el pueblo sin nombre pero con escuela Isa, la niña sin madre pero con Papá, desduerme las madrugadas (“pensó que las amapolas y la cantina abrían a la misma hora, pero los ojos de los niños que sí iban a estudiar, todavía no”) y canta-reza, sin que las lágrimas nunca asomen a sus ojos, mientras su dolor-duende en la barriga ensancha el hueco de su soledad “No sé qué tienen las flores, Llorona / las flores del Campo Santo / que cuando las mueve el viento, Llorona / parece que están llorando”. Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco… 

Para paliar la soledad de Isa en ese pueblo sin nombre (“dos hileras de casas como dientes torcidos en la boca de un loco”), Salazar lo llena de personajes varados, personajes con pérdidas (no sé si perdedores), personajes tan piantaos como el tango de Piazzola que los borrachos cantan en la cantina: Virginia-fuego-fatuo, la que mata pollos (“¿a mi mamá? No la vi más. Supe que me cambió por una vaca”); Gil, el que de día limpia en el Hotel y por las noches hace collares; Dora, la que trabaja en el aseo del colegio; Hija Cristina, la loca que cuenta las casas; Caracortada, el de los tintos, el que se afeita a oscuras para no despertar a su esposa (“es tan flaco que la cuchilla se hunde”); Don Leo, el camionero confinado en la cantina por el pulso en paro que los camioneros echan al gobierno; y sobre todo Vargas, el cantinero que antes de ser cantinero herraba caballos, el que siempre tiene un cartón de leche de fresa para Isa, el amarrado a la cantina por vocación, devoción y obligación (“aquí voy a seguir, ya uno tan viejo no puede moverse y la cantina yo no la dejo. Es mi mujer”), el que la enseña a construir un chiquero para cerdos en el patio, el que le explica que “mi familia es la gente que viene a la cantina, mejor dicho ellos son mi mamá y yo la mamá de ellos”, Vargas ¿el cantinero-mamá de Isa? Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco… 

Maldeniña es una ventana abierta a un espacio cerrado, a un pueblo inidentificable que es tantos pueblos en los que lo más vivo es la huida (“¿qué harían sin la tristeza en un pueblo donde no hay nada que hacer?”) y a un grupo de personajes embarrancados de los que sabemos poco pero entendemos sus porqués. Y, sobre todo, Maldeniña es una caricia a Isa, la niña más sola de todas las niñas (“Vértigo. Siente que sus órganos se desprenden y deambulan como planetas sin órbita dentro de su cuerpo. Caballos tiran de sus extremidades”), la niña sin madre pero con Papá (aunque Papá, de un tiempo a esta parte, cada vez falte más -“la niña cebolla que huele mal quiere que un pájaro -una soledad- se la trague y a la mañana siguiente la suelte en otro lado, lejos, donde está Papá”), la niña amiga del cantinero que tiene maldeniña y que “se siente tocada por la mano transparente de un muerto, muerto que atraviesa su estómago”, la niña que anda “toda anochecida” y que no sabe que juntarse en la cantina es pregonar su soledad de niña. Una soledad que Salazar hace más evidente a medida que avanza la novela y el pueblo se oscurece, el Hotel se deteriora y Papá sigue sin estar, cuando está se mete dentro de sí (“Papá solo existe dentro de él. Isa, entre más hala, más aprieta el nudo entre los dos. No logra abrirlo”) y cuando no, no está y deja a Isa cantando bajito “Siempre que te pregunto / que cuándo, cómo y dónde / tú siempre me respondes / quizás, quizás, quizás” (la misma canción que acunaba las soledades de Maggie y Tony en In the mood for love -Wong Kar Wai, 2000-), con las palabras de la canción cayendo sobre ella “como un pájaro roto” mientras su duende-dolor le horada la barriga. Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco… 

Ecos de Los adioses de Onetti en este pueblo sin nombre, en esta cantina sin nombre, en todos los no-saberes sin nombre acumulados en el aire. Ecos también de Rulfo y de la Mariana Travacio más emocional. Historia de soledades y violencias (¿es la soledad la violencia primera?), de violencias sin palabras ni nombres (el dolor-duende, la paloma por dentro de la barriga de Isa), de supervivencia o tristes-vidas-tristes, de heridas y enquistamientos, de aire que pesa y lastra. Historia feroz suavizada por el (rea/li)rismo mágico de Salazar, con letras de boleros que se anclan a la piel (“paloma negra / paloma negra / dónde, dónde andarás”) mientras el ulular de los búhos cae sobre el pueblo sin nombre. Un-dos-tres, tiene maldeniña, cuatro-cinco… 


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